Bueno, se que hace mucho que no doy señales de vida por aquí y la verdad es que aún tengo pendientes las actualizaciones de mi espantoso paso por el Southside Festival y mi vajecillo a Londres (aunque entre conferencia y conferencia tampoco haya demasiado que contar la verdad). Pero las masas me lo han pedido, y es rabiosa actualidad así que os voy a contar una historia
Queridos pequeñuelos mios, todo comenzó una tarde calurosa en la ciudad de Londres. Yo caminaba cual zombie busca humanos por Kings Cross con un nutrido grupo de alemanes cuando nos toco vivir en directo el Alemania - Inglaterra (sí, me gusta vivir peligrosamente). Los pobres ingleses, con sus rollizos mofletes rosados y sus pintas en la mano, perdieron y se pusieron muy tristes. Mientras tanto, todos los alemanes (porque había muchos) practicaban el ritual de guerra basado en pasear entre ellos llevando orgullosamente sus camisetas y decorando sus cabezas con collares de flores rojas, amarillas y negras.
A la vez en un pais muy muy lejano llamado Baviera, los habitantes del pequeño gran pueblo de Munich, comenzaron a sufrir los efectos de una extraña plaga que hacía que el orgullo patrio empezara a crecer de forma desmesurada. El orgullo germano empezó a crecer y a crecer entre la población, cada vez que su equipo nacional marcaba un gol aumentaba un poco, cada vez que lanzaba una falta subía un poco más, cada vez rozaba el balón de refilón este seguía creciendo y creciendo. Era incontrolable y no se conocía cura alguna. Crecía cada vez más hasta que llegó Argentina.
Y ahí fue cuando pasó todo, llegaron al clímax futbolístico y los diplomáticos y educados alemanes sucumbieron definitivamente a la enfermedad que ahora daba síntomas de pasión y agresividad y entonces, el país se sumió en el caos. El orgullo había llegado tan alto que nadie hacía nada: las calles se llenaron de coches pitando las 24 horas del día; la gente llevaba las pinturas de guerra al trabajo, a la universidad, a tomar café; gritaban por la calle extrañas consignas; gente chillaba desde cualquier balcón a cualquier hora del día y aparentemente sin motivo alguno; se dejaron de ver las casas al estar cubiertas con grandes banderas... Era una imagen dantesca.
Durante todo ese tiempo los pocos españoles que habitaban en el gran pueblo de Munich sufrían juntos cada semana en un bar local, apartandose y huyendo de la plaga de orgullo que arrasaba la ciudad. Cuando le tocó el turno a España, esos pequeños españoles estaban atemorizados por la gravedad de la enfermedad que sufrían sus vecinos y hasta donde había llegado y esperaban cautos, sin sobresaltar a nadie y con la moral bastante minada por todo lo que ocurría a su alrededor. Pero los alemanes estaban demasiado infectados como para no hacer nada, su orgullo estaba por encima de las nubes y la pasión se había convertido en desconsideración.
Los españoles, pacíficos hasta aquel momento, tuvieron que sufrir las impertinencias, desaires, y menosprecios que provocaba la enfermedad durante cuatro largos días. Tal fué el contacto con ella, que acabaron contagiándose. La enfermedad, no tan avanzada como la de sus vecinos, unido al sentimiento de desarraigo típico de los que viven alejados de la madre patria, hizo que los pequeños españoles odiaran a sus vecinos alemanes y aquellos que antes descuidaban el fútbol (la raiz de la enfermedad) eran los primero en dejarse llevar por sus instintos de venganza hacía aquellos que les habían infectado y menospreciado en tantas y tantas ocasiones. Querían ganar, querían que Alemania perdiese, es más querían hundirles en lo más profundo del barro de todas sus miserias. Se había convertido en algo personal.
Al final, los pequeños españoles consiguieron su venganza, atrincherados en su bar, aunque esta vez rodeados de enfermos terminales que habían decidido unirse a ellos, seguros de un último gran desprecio. Ondeareon banderas, chillaron y gritaron, y lo primero que hicieron fue ir a casa, ir al trabajo, ir a la universidad... y restregárselo a todos sus enfermos vecinos por la cara. España no había ganado, ALEMANIA HABÍA PERDIDO.
Milagrosamente este hecho hizo que toda la ciudad de curase, acabando así con la enfermedad (que se había empezado a extender) en cualquier rincón de la ciudad. Los vecinos alemanes volvieron a ser educados y tranquilos y los españoles dejaron de odiarles hasta el infinito. Volvió a reinar la paz en el reino de Baviera y todos vivieron felices y comieron perdices.
FIN
Moraleja: Cría pulpos y te sacarán los ojos.
PD: ¡El Fary sigue vivo! Es más, se ha reencarnado en un comentarista deportivo alemán que retrasmite los partidos del mundial. ¿Qué os parece?